Aforismos
Por Carlos Marzal (El Mundo, Campus, 21 marzo 2007. Na imaxe, Montaigne, que tamén dá para uns cantos aforismos de moito proveito)
Los aforismos son, en el ámbito de la prosa literaria de carácter filosófico, lo que las píldoras en el universo de la enfermedad: brevedades medicinales, lacónicos intentos de curación. ¿De curación de qué? De todo y de nada: del mal del mundo, de nosotros mismos y nuestras hipocondrías, de la vida al completo. Es decir, de lo que no tiene curación posible. Los aforismos aspiran a lo que aspiran las grageas y los comprimidos: preservar ese estado de tregua que conocemos bajo la denominación de salud. Salud espiritual y física. El breve entre lo breve –el aforismo–, por su naturaleza de índole moral, quiere restablecernos, sanarnos, regresarnos al mejor de los estados que conoce el hombre: a la alegría del conocimiento y al conocimiento de la alegría. Aunque lo haga, con frecuencia, mediante una revelación de carácter amargo (porque todo el arte se rige por un principio de contradicción interno: a veces vierte oscuridad para dar luz, y hiere para curar). El breve entre lo breve no es un apunte, ni una anotación, ni una paráfrasis. Más allá de un par de líneas, como mucho, parece que el aforismo se desvirtúa. Si se expande, se disuelve en el aire, por más que él mismo parece estar hecho de aire, de levedad grave (o de gravedad leve, sin que esto sea un juego de palabras, sino una evidencia de cómo operan los aforismos en la conciencia del lector: con un severo peso que resulta fácil de acarrear, o con una ausencia de peso que se carga de sentido.)
A los diccionarios creo que les falta un verbo: el neologismo aforizar. Si tuviese que definir sus acepciones, diría: 1. El acto de pensar y hablar en aforismos. 2. La acción de escribir aforismos. 3. Metafóricamente, curar las aprensiones del corazón y de la inteligencia mediante la ayuda de aforismos.
Me he preguntado muchas veces cómo actúan las máximas en nuestro organismo, cuál es su proceder terapéutico. Tengo para mí que obran en nosotros, por lo común, de dos maneras distintas, que me gusta comparar con dos distintas maneras de riego: por goteo y a manta. Algunos aforismos de determinados autores se esculpen en nuestra memoria para siempre, y el uso y el recuerdo que hacemos de ellos, gota a gota, al erosionarnos, también nos modelan en lo que somos. En cambio, algunos autores de aforismos, sin legarnos una pieza en concreto (sin que nos apropiemos y aprendamos ninguno de sus aforismos), nos regalan una tonalidad de orden intelectual, nos anegan con su manera de mirar las cosas.
Como me sucede con todo lo que más me gusta, no suelo perder la ocasión de convertirme en el propagandista de mis autores favoritos. Entre los amargos nadie debería de perderse a La Rochefocauld, a Chamfort, a Cioran, al tan amargo como dulce Nietzsche. Entre los dulces, hay que volver siempre a Joubert, a Lichtenberg, a Antonio Porchia. Él fue quien dejó dicho, para que meditásemos: «Si pienso qué es la vida, creo que la vida es un milagro; y si pienso en un milagro no creo en él».
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