Reproduzo un artigo de Carlos Marzal, publicado o día 20 en El Mundo (suplemento Aulas). Por sorte a experiencia que describe non é a miña experiencia como docente (só nalgunha ocasión moi excepcional), pero pensei que sería interesante subilo aquí para promover o debate sobre a escola de hoxe. Si creo, como di o autor do artigo ó remate, que o Bacharelato está degradado en moitos campos: un exemplo, un alumno/a pode rematar os seus estudos de Bacharelato sen estudar nunca cun mínimo de detalle e profundidade nada relacionado coas Artes Plásticas (a non ser que collese esa asignatura como optativa). É isto razonable? Eu creo que non.
La ‘klase borroka’
Antes de solicitar una excedencia y tratar de sobrevivir con el ejercicio de la escritura y sus distintos aledaños, solía bromear con mis compañeros de instituto diciéndoles que nuestro oficio había cambiado por completo. Ya no se trataba de impartir clase, sino de sufrir la klase borroka. Procurar mantenernos enteros, durante 50 minutos, dentro de un aula con dos o tres docenas de adolescentes, generalmente desganados, habitualmente descontrolados, ocasionalmente intoxicados.
En mis horas de humor más lúgubre, muchos años atrás, vaticinaba la instalación de detectores de metales en las puertas de los colegios, la contratación de guardias de seguridad y la creación de un adjunto de orden dentro de las aulas, alguien con capacidad intimidatoria y dotes pugilísticas. Algunas de esas medidas más o menos docentes ya se aplican en Francia (además de eventuales despliegues del ejército en las escuelas), y otras aquí mismo. Por lo que me cuentan, por lo que leo en los periódicos, por lo que he visto cuando voy a dar lecturas en los institutos de distintas provincias, las cosas no han cambiado, y en ciertos casos han ido a peor. El acoso –que siempre ha existido– se ha vuelto popular, las agresiones a los profesores no se ven como algo extraño, las familias acuden en pie de guerra ante cualquier llamada de atención.
No es justo generalizar (pero resulta inevitable): también hay alumnos excelentes, clases educadas, cursos pacíficos. Cursos, clases y alumnos que padecen un clima inadecuado para el aprendizaje, que son las primeras víctimas de esa realidad, que se sobreponen como pueden a las circunstancias.
No soy un pedagogo, ni un especialista en la dirección de la enseñanza, ni un político del área, pero estoy convencido de que las tres o cuatro últimas reformas educativas (consensuadas por la mayoría de los partidos) han empobrecido a nuestro alumnado. Por lo común, el bachillerato de mi padre fue mejor que el de mi hermano; el de mi hermano, mucho mejor que el mío; el mío, mucho mejor que el de mis viejos alumnos de BUP; y el de mis alumnos de BUP, mucho mejor que el de hoy en día. Lo fue en lo intelectual, y no digamos en la simple y llana educación cívica.
Sé que el mundo ha cambiado: somos más, no hay trabajo fácil, la vida en la calle se ha vuelto más hosca, la noche es violenta, abundan las familias truncadas y sin criterios de conducta; el esfuerzo, la honradez y la cortesía no parecen ser valores en alza. Sin embargo, nada de todo eso justifica que nuestro sistema educativo no aspire a la exigencia. Ésa –con sus correspondientes medidas económicas para poder llevarla a cabo– creo que debería ser la dirección a seguir: exigencia que tienda a la excelencia. Lo contrario significa, en definitiva, una estafa para nuestros jóvenes y una farsa con respecto a lo que luego van a encontrar en ese extraño lugar que llamamos la vida adulta.
Lo contrario representa la extensión de ese clima de desasosiego en el que entrar en clase significa sumirse en la klase borroka.